miércoles, 1 de abril de 2009

El silencio de Martina.


Nunca me ha gustado la luna por la mañana porque es como verla desnuda, entonces miro como los rayos del sol intrusos y ofensivos la descubren ante los ojos de alguien a quien no quiere mostrarse; se me figura que puedo verla sufrir participando de su dolor sin que ella lo sepa; pero gozando.
Y es que así era Martina cuando el maestro en la clase de música le pedía que frente a todos tocara alguna melodía, escondía la cabeza entre los hombros y procuraba tapar todo su rostro con la flauta, después tocaba resoplando muy despacio mientras su boca se pegaba tímida entre nota y nota a la boquilla del instrumento y sus ojos se cerraban perdiéndose por momentos el hermoso azul de su mirar; algunos cabellos se alborotaban queriendo cubrirla pero sin desordenarse, como si tuvieran miedo de avergonzarla también.
Así empezaba todo; era entonces cuando los sonidos ajenos se escapaban de a poco, empujándose sin prisa, queriendo huir, dejando que el aire se volviera algo distinto menos gris y más ligero, las risas de todos se volvían más armoniosas, los cuchicheos acompañaban rítmicamente a la melodía, eran momentos de mágica quietud en el silencio en que se convertía el tiempo. Los pupitres entonces parecían más confortables, el profesor más amigable y mi vida más apacible.
Y en ese andar, en ese envenenado sueño, me iba yo también, envuelto entre sabanas azules, mecido sobre sus labios, cambiando mis últimos momentos de coherencia por aquel endiablado momento, hermoso y maligno. Ajeno a todo lo que me rodeaba, escondido y en silencio; su viaje también era el mío, colgaba mis brazos a su aliento tratando de no caer de golpe. Sin embargo; su viaje tenia otro tono, uno más amargo, salpicado del rojo de sus mejillas, más tímido porque se sabia observada, podía oler de lejos su transpirar y sentir en la punta de los dedos de mis pies el temblor de su pupitre; ese era su viaje, más ardiente que las estrellas y de una inseguridad que la mataba en silencio.
Y te cuento que así empezó todo sin querer; pero sabiendo que ocurriría.

La casa era de un amarillo opaco, casi triste; la soledad la volvía aún más insoportable, pero papá la había alquilado porque quedaba cerca de su trabajo, no había jardín como en Cuernavaca, pero no lo extrañaba, pues había dejado de interesarme en las plantas como habían dejado de interesarme muchas cosas, eran días quietos sin algo que rompiera la pasividad de la monotonía. Algunos pájaros nacieron para no estar enjaulados, escuche decir alguna vez a alguien en televisión; pero yo no era de esos, en realidad pensaba que mi lugar debía ser siempre el mismo, ahogado entre los tragos de whisky de papá y la espontánea melancolía de mamá, de alguna forma había logrado acostumbrarme a ello; lo mismo que se acostumbra uno a oír de asesinatos en la radio.
Al principio no me agradaba la idea de vivir en otro lugar, como ya te dije, los cambios me causaban un periodo de sufrimiento tan indescifrable para los psicólogos como para mis propios pensamientos, el dolor era fuerte y duro al principio, venia acompañado de temores y angustias que me llevaban a refugiarme en pequeños y oscuros rincones, lejos incluso de mis padres; como si en el fondo, fuera en verdad de ellos de quien estuviera huyendo, pero no era así, me escondía de mi mismo, de mis pensamientos, ocultándome de las voces que se cruzaban atropelladas por canales de mi mente; solo, más aún conmigo mismo.
Lo único que tenia tintes de tranquilidad eran las noches, que se teñían de un oscuro apacible, con sonrisas de luna, anunciando la llegada del sueño, un espacio en el que yo podía perder conciencia y dejar de pensar en todo. A veces dormido veía entre sueños la imagen de hermosas musas que bailaban desnudas, ebrias, cantaban y alardeaban de su belleza. Entre sueños las tocaba con los labios, rozando sus senos, oliendo lo perfumado de su sudor que escapaba botando entre nubes prohibidas y delicadas; ese era mi pasaporte a la irrealidad que se filtraba a cuentagotas en mi vida. Algunas veces al despertar aún quedaba volando en el aire y escondido entre las sabanas su aroma y el ardor de su sensualidad caliente y espesa como gotas de semen resbalando por todo mi cuerpo. Pero había que despertar, entumido, asqueado por el aroma a tabaco que impregnaba cada rincón de la casa, entonces cada minuto se volvía lento, la vida pesaba y perdía por momentos la esperanza de escapar de lo que había en verdad. Eso era mi vida; momentos diminutos y difusos, anclados a espacios esporádicos tan anhelados para mí como una fuga entre los reos.
Pero también mi vida se relataba a partir de mi inscripción a la preparatoria. Aunque ahí era un extraño más, había esa presencia que volvía mi estancia placentera. Algunos chicos se alejaban porque veían como la vida se escapaba por mis ojos que miraban el pasar de las horas de clases como una cadena pesada siendo arrastrada por aquellos pasillos, algunos percibían mi dolor, pero esa característica tan humana de supervivencia los hacia alejarse. Yo me quedaba quieto para no ser visto, escapando de sus preguntas, la mayoría solo me hablaba por cortesía pero la realidad era que había algo en mí que les causaba temor, como si mi sufrimiento fuera contagioso, entonces corrían y formaban grupos para protegerse. Solo aquel ser escapado de mis pensamientos, tan parecida a mí que me produjo cierta nausea al principio, solo ella logro hacerme ver la vida de otro modo, entendiendo que las almas gemelas en algún momento deben fusionarse para ser una contra las maldades de extraños.
Al principio me ocultaba mirándola de lejos, siempre sola, siempre triste, callada entre gritos de extraños que parecían no tenerla en cuenta. Ella hacia como que no estaba y los demás le seguían el juego, pero yo no, para mi era la razón de estar, lo que impedía que volviera todos los día a casa eructándole a mis padres la desgracia que sentía, sin intereses, ni distracciones, ella era la única que me anclaba a ese lugar, sin saberlo y sin quererlo, ajena a todo. Así era Martina, escondida sin hacer ruido, su cabello limpio que caía despacio por toda su cabeza se mecía tranquilo, transpirando soledad, las manos ocultas en su chaqueta, tímidas, cohibidas, quizá un poco inquietas igual que el corazón que vagaba sin rumbo sin darse cuenta que alguien lo pretendía. En algún momento pensé en acercarme y hablarle, pero cuando la tenia en frente la vergüenza me abofeteaba y la voz no salía, entonces daba media vuelta y huía, sin rumbo; arrepentido y fastidiado de mi mismo. Así que nuestra relación era solo de un lado. Por un tiempo era mejor de ese modo, su pureza se conservaba. Pero también era cansado no tenerla, no hablar con ella, eso fatigaba mi esperanza de que en algún momento esa alma y yo fuéramos uno.
Los días pasaban indiferentes a todo lo que gira alrededor de dos seres sin vida, la serenidad tan anhelada para mí no llegaba y después de algún tiempo note que mi humor comenzaba a cambiar, como si todo se volviera de repente en contra. La presencia de ella me calmaba es cierto; pero esa maldita necesidad de tenerla se volvía también cada vez más insoportable, la miraba de lejos caminando por el patio perdida, comiendo algo, con la cabeza agachada y el rostro siempre cubierto, su alma se apagaba y me volvía impotente, el presente tormentoso me acuchillaba desesperadamente y era incapaz de responder sus agresiones.
La vida se torció de repente y sin aviso, la necesidad se volvió imperiosa. ¿Cómo ocurrió? no lo sé. Llevaba algunas noches de insomnio, mis padres continuaban haciendo reuniones cada noche; algunas veces algunas de sus amigas habían querido dormir conmigo, pero el ambiente me revolvía el estomago antes que la proximidad de sus cuerpos se volviera imperativa y me levantaba de la cama sin comentarios rumbo al baño. Entonces me quedaba ahí, con la cabeza reventada, el sexo impedido, solo pensaba en ella. Mi vida era la de Martina; una vida sin rumbo; sentía ese vacío queriendo saciar aquella terrible ausencia de todo.

Ahora en mi mente solo queda su rostro suplicante, las lagrimas corriendo hermosas por su rostro, lamentando mi presencia, su voz era apagada y suplicante, mis brazos buscando desesperados asirse a lo eterno y lo encontraron en su cuerpo, en su olor, en cada grito ahogado que lanzaba, en las uñas encajadas en mis brazos, ese momento mágico e irrepetible quedo atrapado en el limbo de mi mente para siempre, fusionados por fin en una sola alma. Las paredes observaban el momento, cada poro de nuestro cuerpo exhalaba el fin y el comienzo de todo. Mi intención no era lastimarla me entiendes; quería salvarla, quitarle el peso de su ser, acompañarla y apoyarla, mi vida era la de ella, ¿cómo podría querer dañarla?.

Ahora, ¿lo entiendes?. La vida me atrapo así de pronto sin aviso, ni permiso, igual que me agarrara ahora la muerte para no soltarme.
Hay ciertos abismos en el alma a los que no llega ningún dios, huecos como muelas picadas, dolorosos y enfermos. Los sentí cada uno de ellos hasta que se les agotaron las fuerzas y me soltaron desafiantes, los toque con lo último que me quedaba de humanidad antes de violarla. Ahora me despido junto a ella en silencio, nuestro silencio.

De la sombra en el abismo a los mil y un muertos.

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